‘ El ruido no es solo una molestia. Es una amenaza silenciosa para la salud.’

Esta advertencia de la Organización Mundial de la Salud no es una frase hecha, sino el resultado de décadas de estudios sobre el impacto del ruido en la calidad de vida de las personas. A menudo minimizado como una simple incomodidad, el ruido ambiental, especialmente el nocturno, es, en realidad, un agresor invisible que deteriora el bienestar físico y mental sin que siempre seamos conscientes de ello.

Los niños, las personas mayores, quienes trabajan en turnos rotativos o tienen patologías crónicas, sufren aún más. Para ellos, el ruido no es solo molesto: es un obstáculo directo para su salud y su vida diaria. Y para todos los vecinos, el ruido persistente mina poco a poco la sensación de seguridad y de control sobre su propio hogar, que debería ser el primer espacio de descanso y protección.

La exposición prolongada a ruidos intensos, como los generados por locales de ocio nocturno, tráfico o aglomeraciones, altera el sueño, eleva la presión arterial y aumenta el riesgo de enfermedades cardiovasculares. Pero no solo eso: también afecta la salud mental, fomentando cuadros de ansiedad, irritabilidad, estrés crónico y fatiga. El cuerpo humano necesita el silencio para repararse. Cuando se interrumpe de forma constante, el organismo permanece en estado de alerta, como si viviera en una situación de amenaza permanente.

Por eso, el ruido no debe tratarse como una simple consecuencia del ocio o del progreso urbano. Es un problema de salud pública, con costes personales, sanitarios y sociales muy reales. Reconocerlo es el primer paso para regularlo con firmeza, garantizar el derecho al descanso y defender el equilibrio entre el ocio y la convivencia vecinal. El silencio, más que un lujo, es una necesidad.